martes, 30 de octubre de 2012

Crimen de autor


Les voy a hablar de un crimen donde pretendo lo absurdo: que no hay víctima, ni homicida, ni testigos.
Si desean el escenario del crimen se lo pueden imaginar, ya depende de ustedes. Lo demás señalado en la primera línea se lo dejan al destino.
Y no miento que cuando vi por primera vez a Dolores la quise matar a besos, ¿eso si será posible? Es delgada, atractiva, tiene unos pies bonitos, pero eso sí habla mucho, tanto que… aburre.
Supe de su desaparición recién ayer cuando la fui a buscar a su casa para devolverle su cuchillo. Se entiende que los padres de Dolores al abrir la puerta y verme con el cuchillo en la mano, la cerraron violentamente y sin darme ninguna explicación. Horas después entendí por qué razón la policía me andaba buscando. No lo pensé mucho y me fui de la ciudad solo con lo que llevo puesto y mi mochila. Así estuve un tiempo indeterminado. Con justificada razón extrañaba mi auto, un Opel que se lo compré a mi cuñada que tenía la interesante urgencia de poner un negocio de bisutería fina.
Hasta que caminando por un parque tratando ingenuamente de pasar inadvertido sorpresivamente caí desmayado. Trato de acordarme, entro en habitaciones oscuras de la memoria pero no puedo ver la luz, alguna señal. La policía no tarda en llegar pero el doctor de turno me prohíbe todas las visitas y en especial la de los policías, buena gente el doctor, le debo una. Comprende mi situación de falso asesino.
—Pero si este no mata ni con spray, mira la pinta que tiene —se lo oí decir muy bajito.
Veo que a una de las enfermeras le caigo muy bien, está tan obsesionada conmigo que sus ansias locas me quieren morder, y  me obliga a estirar la mano, toma mi muñeca, mide mi pulso, «pequeño estás muy bien» me dice risueña de amor platónico. Intuyo que solo espera el momento oportuno para encerrarme entre sus brazos, con esa fuerza incontrolable de osa polar desesperada y yo que soy tan chiquito.
Dos policías me esperan afuera en los pasillos del hospital para llevarme a prisión. Dicen que ya tienen las pruebas necesarias para encerrarme de por vida. ¿Cuáles pruebas?, a ver ¿muéstrelas? 

Lo que no saben es que Dolores me tenía siempre vendado los ojos, caminábamos por aquí, por allá, agarrada de mi brazo, hasta íbamos al cine y ya me fui acostumbrando a escuchar la película. Es un trato o un juego que Dolores me propuso cuando le confesé que quería ser su amor, su único amor. No quiso a la primera vez ni a la segunda, cuando me dijo uno de esos días casi sin decirlo: sí. 
Pasó un tiempo hasta que acepté su idea, su jueguito, y así andaba con ella para todos lados, vendados los ojos. Al dejarla en su casa, ya me podía quitar la venda de los ojos.
Dolores lo dice, ya lo dijo, y lo afirma, que está nerviosa de tanto amor apasionado, pero yo en eso me dejo estar, me dejo ir. Por eso no entiendo la desaparición ni la desesperación de Dolores. Canta muy bonito, pudo ser artista. De mí que podía esperar, si nada de lo que tengo puesto es mío. Hablo de mi ropa.

La noche de volver a dormir, así parece, a media luz estando en mi habitación mirando a cierta distancia el espejo oscurecerse, veo el vapor insolente del sueño hasta el día siguiente. Esta vez no le hice caso a una persistente tos que me aqueja desde hace varios días, debe ser cambio de estación o algún declive físico. Dentro de mí una prematura alegría iba naciendo e iba viajando en ese sueño hacia la cama donde descansa mi mujer que ya tiene nueve meses de embarazo.
No sé cuantas horas he dormido, me parecen demasiadas horas, en inútil exceso. Me despertó un inoportuno cruce de frases mal respiradas mientras balbuceaba dormido por una comprensible fatiga ante tanto acoso policial. Mientras desplazaba o alargaba la mirada como un inquieto visor por toda la habitación entendí que aquella cuna del hijo por nacer y aquella mecedora de la madre tienen más de una explicación y un compromiso pactado con los legítimos entusiasmos del corazón.

Entro al baño, siento levitar al pensar en cosas bonitas. En cuestión de minutos me veo bien vestido, desayuno ya mirando la violencia del tiempo en el reloj, apuro algunos pasos y subo al auto un Opel color plateado en buen mantenimiento. Giro la llave del encendido y me voy de camino recto por muchas calles largas hasta que doblo a la derecha y me encuentro con una avenida congestionada de autos, entonces supe que tardaría mucho en llegar al Hospital de Maternidad. Quise retroceder pero una triple fila de auto cierra todos los espacios por donde poder avanzar. Para no aburrirme pongo el CD y empieza a girar a una velocidad angular variable la promocionada canción de Natalia Lafourcade. Los autos avanzan con lentitud que oxida los estados de ánimo, y hacen agonizar de impaciencia los desesperados motores. Algunas horas antes había llamado por teléfono al Hospital de Maternidad preguntando por mi mujer que ya va a dar a luz pronto. Dicen que mejor regrese a casa.
—¿Quién? —suelto una pregunta.

Pensé nuevamente en Dolores, cuando la conocí, las primeras palabras entrecortadas, los gestos calculados, la particular manera de reírnos de nada en especial, la cara de idiota que puse cuando se sacó el sostén dice que para enseñarme un lunar de carne en el pezón, el primer beso apurado, los clásicos intercambios de regalos con fechas marcadas en el almanaque. Después se abrieron muchas puertas, entramos y salimos más que complacidos, todos esos espacios de pasión desbordada son intemporales, todo llueve torrencialmente, y ya no es una fina garúa como aquella primera vez.

La canción repetida por la misma Natalia Lafourcade le hizo recordar que ya había pasado cerca de una hora. A unos doscientos metros le pareció ver a un niño corriendo agitando un periódico como si fuera un pañuelo. Los autos empezaron a circular, es hora de avanzar, se dijo, y puso en marcha el querido Opel. El niño estaba cada vez más cerca. Se puso los lentes. El niño pasó tan rápido que al mirar por el espejo retrovisor ya no estaba. Le pareció extraño. Esta vez ya no pensó en Dolores sino en la criatura que está por nacer. Espero que nazca sano, dijo levantando la voz lo más fuerte que pudo como si le respondiera a alguien. Entró casi corriendo y ya no se le vio salir.   
Asoma el nuevo día. El reloj indica las seis y cinco de la mañana. Se saca el sombrero antes de saludar. El sorpresivo llanto de un niño termina por despertarlo.

Había pasado casi un día entero en el Hospital de Maternidad y nadie se acercó a decirle algo, menos darle información. Él seguía esperando, creyendo obedecer las indicaciones del doctor de turno. Su ilusión de siempre ser padre, desde que lo conozco no niego que sea verdad. Se pone de pie y camina por ese largo pasillo para evitar los molestosos calambres ya que el frío entumece todos sus músculos faltos de actividad física diaria.

Justo cuando tiene la intención de meter la moneda por la ranura de la máquina expendedora de café para disminuir la intensidad del frío, vio a dos policías que corrían, lo único que hizo fue cerrar los ojos y rezar. Pensó que se lo llevarían preso, la vergüenza atroz de ser esposado.

—Señor su café se le va a enfriar.

Abrió los ojos, sonrió con esa típica sonrisa que tienen los perdedores, fue cuando se dio cuenta que ya no estaban los policías, que no estaba la banca donde había pasado toda la noche, solo unas doce frías sillas bien alineadas. Y con voz ronca le preguntó al doctor que salía acompañado de unas enfermeras:
—Doctorcito, ¿mi hijo nació sano?
—¿De qué niño me habla?
—De mi hijo que está por nacer doctorcito.
—Creo que… no nos entiende. Aquí no hay ningún hijo suyo, ninguna mujer que se parezca a su mujer, estamos muy molestos con usted porque siempre hace lo mismo, viene por algunos días, se queda dormido toda la madrugada, incomoda al personal. Todo el mal está dentro de su cabeza.
—Qué me dice doctorcito…
—A ver cierre los ojos por favor, a ver obedezca, no muy rápido, lentamente.
—No los abra hasta que se lo indique, está bien.
—Bien doctorcito.
—Sienta como si tuviera vendado los ojos.
—No me diga eso doctorcito.
—¿Entonces, en qué quedamos?
—No lo entiendo doctorcito.
—Mejor relájese, estese quieto, que la enfermera le va a poner una inyección para calmar su peligrosa ansiedad.
—Qué buena gente es usted doctorcito, ¿y cómo se llama la enfermera?
—Dolores.