martes, 20 de octubre de 2015

Dos versiones gemelas de un mismo poema en diferentes libros

14. Tú lo sabes


Amo lo que vivo y lo que no entiendo, amo sin obligación pero contigo aprendí como dice la canción que es otra cosa, amo ser nadie desde la corbata mal hecha, y amo caer desde la preciosura de tus senos donde el rocío de mis ganas adelantan deseos cerrados de luna llena, amo tu sensual boca que me devora sin que me de cuenta, amo tus delicados cabellos y no el tinte estúpido que no te asienta, amo tocar el piano y que te deleites como si atraparas mis melodías con tu sonrisa almibarada de ansiosa princesa, amo correr desde la palma de tus manos y que me arrojes de vez en cuando hacia el mar de tus locuras, amo y puedo tocar tu desnudez suavemente como quien se desliza susurrando la gloria de tus gemidos, amo cocinar mientras me pones rodajas de cebolla en la cabeza cual falsa corona sin chef, amo gozarte desde las bien cuidadas uñas de tus pies, amo todo y casi, amo desde la muerte y resurrección de girarnos en bailes hasta perder la conciencia, amo tu nombre que lo menciono cada vez que respiro, amo con todo y hasta la próxima vez que esta lluvia sea más eterna, te amo amor y tú lo sabes.


Del libro Matices de Adán


Tú lo sabes

Amo lo que vivo y lo que no entiendo
amo sin obligación pero contigo aprendí
como dice la canción que es otra cosa
amo ser nadie desde la corbata mal hecha
y amo caer desde tus senos abiertos
donde el rocío de mis ganas adelantan
deseos cerrados de luna llena
amo tu sensual boca que me devora
sin que me de cuenta
amo tus delicados cabellos y no
el tinte estúpido que no te asienta
amo tocar el piano y que te deleites
como si atraparas melodías a cada sonrisa
amo correr desde la palma de tus manos
y que me arrojes de vez en cuando
hacia el mar de tus locuras
amo y puedo tocarte suavemente como quien se desliza
desde tu frente amplia
amo cocinar mientras me pones rodajas de cebollas
en la cabeza cual falsa corona sin chef
amo gozarte desde las uñas de tus pies
amo todo y casi
amo desde la muerte y resurrección de girarnos
en bailes hasta perder la conciencia
amo tu nombre que no me sabe a hierba
sino a delicioso helado donde transita
mi curiosa lengua
amo con todo y hasta la próxima vez
que esta lluvia sea más eterna
te amo amor y tú lo sabes


Del libro Personal




sábado, 6 de septiembre de 2014

Mi hermana del Arte


Una mañana mis tres hermanas y yo jugábamos sin pensar en el tiempo, aun pequeños, ingenuos, divertidos, y muy hermanados. Otra mañana en otros años, mis tres hermanas y yo jugábamos con los brazos de la vida que buscaba nuestros brazos para que acunemos nuestro propio destino en el futuro, que con el paso firme de los años tenemos que darle forma y sentido. Nunca imaginamos todo lo que después iba a suceder, lo que estamos determinados a vivir. Crecimos no como promesas sino con lo que nuestros padres nos dieron a cultivar: amor, entusiasmo, honradez, y mucha paciencia. 

Una de mis hermanas la mayor, Elizabeth, es quien me va contando al oído desde el otro lado del camino (que todos tenemos que llegar algún día). Lo que me cuenta viene del futuro, y algunas cosas no termino de entender. Me dice, me aconseja que debo escribir este breve relato para cerrar el primer círculo (su muerte y la de nuestro querido padre). Al principio todo lo que pensaba lo subrayaba con el emotivo trazo de un recuerdo que se va sucediendo nuevamente. 

Cuesta regresar cuando pienso en ellos. Un lazo muy fuerte nos enraiza y fundamenta nuestra viajera existencia. Ahora mismo veo a mi hermana sonreír detrás de aquella ventana, y a mi padre sentado bajo un árbol muy alto y sin ramas. Por un momento cierro los ojos para darle más espacio a todo lo que luego voy a ver.

No lo imagino, lo estoy viendo, es la misma escena cada vez repetida: empujo la silla de ruedas donde va sentada mi hermana Elizabeth para una nueva cita médica, es de tarde, y el hospital a nuestro alrededor se vacía, solo nuestra conversación es privada. Por momentos me parece verla resignada pero no es una palabra que la defina bien, tiene mucha fuerza interior y una bella sonrisa como de amplia fotografía a colores que nunca es de tamaño carnet. 

No solo la recuerdo, la veo todos los días como un amanecer, como un paisaje, como una fina garúa, sobre mi propia voz, y en todas estas manifestaciones nos acompañamos hasta quedarnos sin palabras, entonces el silencio nos eleva hasta cierta altura para que nadie interrumpa lo que acontece. Mi hermana Elizabeth siempre respiró Arte ya sea en su esmerada cocina, en sus muy elaboradas manualidades, en sus deslumbrantes tortas muy elogiadas (a mí me hizo una inolvidable  torta en forma de libro abierto cuando cumplí cincuenta años).

Desde el amanecer de un sábado ocho de marzo de este año 2014, a  las seis y treintaitrés minutos, su existencia finita poco a poco va regresando hacia el primer día en que nació. En cada etapa nos va dejando un jardín que regar, una casa que pintar, un camino que siempre tiene que estar iluminado, nunca en penumbra. Tiene un rosario colgado en su cuello, brilla. Las amistades que la quieren le dan el soñado encuentro en cada uno de sus pensamientos y rezos, y después de abrazarla fuertemente la ven alejarse como cantando bajito.  

No una mañana sino muchas veces la vi conversando con mamá sobre asuntos de carácter familiar, de madre e hija, la vi a ambas reírse, y otras quedarse en absoluto silencio. Entonces comprendí que la vida no termina aquí, que hay un sagrado vínculo que trasciende espacios y tiempos. A raíz de la muerte de ella, mamá no completaba la penosa idea de su ausencia. Luego con el paso de los años y la interiorización de los perdones se fueron cerrando las distancias entre ellas.

Una vez que fui a su casa y mientras cocinaba, comentaba que... Elizabeth, me escuchas. Sigue hablándome. Trato de alcanzarla entre tantos pensamientos, y a veces apenas puedo decirle algo, en otros momentos mi hermana juega con nosotros como cuando éramos unos niños que tratábamos de sostener nuestra pequeña edad viviéndola de la mejor manera. La infancia es un regalo de Dios, y eso emociona mucho.

Hoy me despierto nuevamente y creo estar soñando mi propio presente, me veo lavándome la cara, y abriendo la puerta de mi casa para que se ventile, ante un nuevo día que siempre trae sorpresas como una bonita canción que luego se va a dejar escuchar a través de la frecuencia modulada de los afectos.


No me digas, qué novedad, oye hermano a ver si me consigues ese libro que te pedí, no importa si te demoras. Aquí en el cielo lo primero que uno aprende es a esperar y a saber mirar. Los extraño estando conmigo. Es que, regresar a mi propio cuerpo, no es posible, no es natural. Aceptémoslo así. 

Vengan, no se pongan tristes, mejor bailemos, todos juntos, ven papá tú también, vengan todos, sigamos bailando, la vida es breve pero muy intensa, divertida, trágica y misteriosa. No cierren los ojos por favor, sigamos bailando, no paren, esta oportunidad se va a repetir, siempre dejemos la puerta abierta, no dejen de escucharme, gracias, los quiero a todos y aun a los que no me quieren, mi nombre es Elizabeth y este es el breve relato de mi hermano.




miércoles, 6 de noviembre de 2013

Mortis (dos maneras de contar el mismo cuento con las mismas palabras)


No pudo ni tuvo tiempo para agarrar el teléfono y marcar el número de emergencia.
Nuevamente como un mal sueño se iba cayendo desde la altura de sus años vividos. Su historia se inicia cuando es registrado como hijo adoptivo a los once meses de edad, pues sus padres biológicos se enredaron entre los infernales tentáculos de la muerte, y se fueron sin previo aviso en un funesto accidente vehicular, ya hace muchos años, tantos que hasta hoy no pueden salir del auto destrozado, y como primera evidencia el zapato izquierdo del padre encontrado en la carretera por el kilómetro noventa señalando como destino hacia abajo, ese precipicio insolente que es un constante peligro.
A Zósimo le cuesta aceptarse como es hoy, vivir entre todos lo recuerdos que lo miran y no lo dejan salir de su propia casa. Cuando mira su reloj, marca la misma hora, la hora de su muerte, allí se detuvo el reloj: dos de la tarde y veinte minutos. Él luchó por querer seguir viviendo. Pero no se puede, oyó una voz que a lo lejos se fue acercando sin compasión y se perdió detrás de una iglesia en ruinas. Supo que se iba a morir una noche a finales de octubre, pero como siempre no hizo caso. Una de esas corazonadas que no tienen explicación ni maneras de entenderlo. Precisamente un problema cardiaco se lo llevó al otro mundo. Se deja caer sobre el viejo sillón y se ilusiona con la idea de estar respirando por voluntad propia. De algún lugar de la casa sale una mujer bailando, está descalza y apenas lleva ropa. Ni se pregunta que hace esta mujer aquí y quién es, simplemente la mira como quien mira lo que no existe. Deprimido por un instante cierra los ojos y trata de pensar pero por donde va encuentra todas las puertas cerradas. Se levanta y empieza a caminar con los ojos cerrados, hasta que una pared lo detiene. Intenta atravesarla, lo hace, pero encuentra otra pared. Se regresa. Se deja caer vencido sobre el sillón. De pronto pasa delante de él un niño montado en una bicicleta. Cree reconocerse en ese niño que fue. La puerta se abre y por primera vez después del final de su vida sobresaltado escucha el ruido de las personas que hablan todos a la misma vez como si estuvieran debatiendo algo. La puerta se cierra y la casa vuelve a estar. No hay en Zósimo un mínimo de rencor ni signos de sometimiento. Pretende creer que pueda regresar a la vida, pero este purgatorio lo sigue condenando a estar así.

*

Él luchó por querer seguir viviendo. Nuevamente como un mal sueño se iba cayendo desde la altura de sus años vividos. Supo que iba a morir una noche a finales de octubre pero como siempre no hizo caso.
A Zósimo le cuesta aceptarse como es hoy, vivir entre todos lo recuerdos que lo miran y no lo dejan salir de su propia casa. Cuando mira su reloj, marca la misma hora, la hora de su muerte, allí se detuvo el reloj: dos de la tarde y veinte minutos. Precisamente un problema cardiaco se lo llevó al otro mundo. Su historia se inicia cuando es registrado como hijo adoptivo a los once meses de edad, pues sus padres biológicos se enredaron entre los infernales tentáculos de la muerte, y se fueron sin previo aviso en un funesto accidente vehicular, ya hace muchos años, tantos que hasta hoy no pueden salir del auto destrozado, y como primera evidencia el zapato izquierdo del padre encontrado en la carretera por el kilómetro noventa señalando como destino hacia abajo, ese precipicio insolente que es un constante peligro. Se levanta y empieza a caminar con los ojos cerrados, hasta que una pared lo detiene. Intenta atravesarla, lo hace, pero encuentra otra pared. Se regresa. Se deja caer vencido sobre el sillón. De pronto pasa delante de él un niño montado en una bicicleta. Cree reconocerse en ese niño que fue. Una de esas corazonadas que no tienen explicación ni maneras de entenderlo. Pretende creer que pueda regresar a la vida, pero este purgatorio lo sigue condenando a estar así. No hay en Zósimo un mínimo de rencor ni signos de sometimiento. Deprimido por un instante cierra los ojos y trata de pensar, pero por donde va encuentra todas las puertas cerradas. Pero no se puede, oyó una voz que a lo lejos se fue acercando sin compasión, y se perdió detrás de una iglesia en ruinas. Se deja caer sobre el viejo sillón, y nuevamente se ilusiona con la idea de estar respirando por voluntad propia. De algún lugar de la casa sale una mujer bailando, está descalza y apenas lleva ropa. Ni se pregunta que hace esta mujer aquí y quién es, simplemente la mira como quien mira lo que no existe. La puerta se abre, y por primera vez después del final de su vida, sobresaltado escucha el ruido de las personas que hablan todos a la misma vez, como si estuvieran debatiendo algo. La puerta se cierra y la casa vuelve a estar.

No pudo ni tuvo tiempo para agarrar el teléfono y marcar el número de emergencia.




martes, 30 de octubre de 2012

Crimen de autor


Les voy a hablar de un crimen donde pretendo lo absurdo: que no hay víctima, ni homicida, ni testigos.
Si desean el escenario del crimen se lo pueden imaginar, ya depende de ustedes. Lo demás señalado en la primera línea se lo dejan al destino.
Y no miento que cuando vi por primera vez a Dolores la quise matar a besos, ¿eso si será posible? Es delgada, atractiva, tiene unos pies bonitos, pero eso sí habla mucho, tanto que… aburre.
Supe de su desaparición recién ayer cuando la fui a buscar a su casa para devolverle su cuchillo. Se entiende que los padres de Dolores al abrir la puerta y verme con el cuchillo en la mano, la cerraron violentamente y sin darme ninguna explicación. Horas después entendí por qué razón la policía me andaba buscando. No lo pensé mucho y me fui de la ciudad solo con lo que llevo puesto y mi mochila. Así estuve un tiempo indeterminado. Con justificada razón extrañaba mi auto, un Opel que se lo compré a mi cuñada que tenía la interesante urgencia de poner un negocio de bisutería fina.
Hasta que caminando por un parque tratando ingenuamente de pasar inadvertido sorpresivamente caí desmayado. Trato de acordarme, entro en habitaciones oscuras de la memoria pero no puedo ver la luz, alguna señal. La policía no tarda en llegar pero el doctor de turno me prohíbe todas las visitas y en especial la de los policías, buena gente el doctor, le debo una. Comprende mi situación de falso asesino.
—Pero si este no mata ni con spray, mira la pinta que tiene —se lo oí decir muy bajito.
Veo que a una de las enfermeras le caigo muy bien, está tan obsesionada conmigo que sus ansias locas me quieren morder, y  me obliga a estirar la mano, toma mi muñeca, mide mi pulso, «pequeño estás muy bien» me dice risueña de amor platónico. Intuyo que solo espera el momento oportuno para encerrarme entre sus brazos, con esa fuerza incontrolable de osa polar desesperada y yo que soy tan chiquito.
Dos policías me esperan afuera en los pasillos del hospital para llevarme a prisión. Dicen que ya tienen las pruebas necesarias para encerrarme de por vida. ¿Cuáles pruebas?, a ver ¿muéstrelas? 

Lo que no saben es que Dolores me tenía siempre vendado los ojos, caminábamos por aquí, por allá, agarrada de mi brazo, hasta íbamos al cine y ya me fui acostumbrando a escuchar la película. Es un trato o un juego que Dolores me propuso cuando le confesé que quería ser su amor, su único amor. No quiso a la primera vez ni a la segunda, cuando me dijo uno de esos días casi sin decirlo: sí. 
Pasó un tiempo hasta que acepté su idea, su jueguito, y así andaba con ella para todos lados, vendados los ojos. Al dejarla en su casa, ya me podía quitar la venda de los ojos.
Dolores lo dice, ya lo dijo, y lo afirma, que está nerviosa de tanto amor apasionado, pero yo en eso me dejo estar, me dejo ir. Por eso no entiendo la desaparición ni la desesperación de Dolores. Canta muy bonito, pudo ser artista. De mí que podía esperar, si nada de lo que tengo puesto es mío. Hablo de mi ropa.

La noche de volver a dormir, así parece, a media luz estando en mi habitación mirando a cierta distancia el espejo oscurecerse, veo el vapor insolente del sueño hasta el día siguiente. Esta vez no le hice caso a una persistente tos que me aqueja desde hace varios días, debe ser cambio de estación o algún declive físico. Dentro de mí una prematura alegría iba naciendo e iba viajando en ese sueño hacia la cama donde descansa mi mujer que ya tiene nueve meses de embarazo.
No sé cuantas horas he dormido, me parecen demasiadas horas, en inútil exceso. Me despertó un inoportuno cruce de frases mal respiradas mientras balbuceaba dormido por una comprensible fatiga ante tanto acoso policial. Mientras desplazaba o alargaba la mirada como un inquieto visor por toda la habitación entendí que aquella cuna del hijo por nacer y aquella mecedora de la madre tienen más de una explicación y un compromiso pactado con los legítimos entusiasmos del corazón.

Entro al baño, siento levitar al pensar en cosas bonitas. En cuestión de minutos me veo bien vestido, desayuno ya mirando la violencia del tiempo en el reloj, apuro algunos pasos y subo al auto un Opel color plateado en buen mantenimiento. Giro la llave del encendido y me voy de camino recto por muchas calles largas hasta que doblo a la derecha y me encuentro con una avenida congestionada de autos, entonces supe que tardaría mucho en llegar al Hospital de Maternidad. Quise retroceder pero una triple fila de auto cierra todos los espacios por donde poder avanzar. Para no aburrirme pongo el CD y empieza a girar a una velocidad angular variable la promocionada canción de Natalia Lafourcade. Los autos avanzan con lentitud que oxida los estados de ánimo, y hacen agonizar de impaciencia los desesperados motores. Algunas horas antes había llamado por teléfono al Hospital de Maternidad preguntando por mi mujer que ya va a dar a luz pronto. Dicen que mejor regrese a casa.
—¿Quién? —suelto una pregunta.

Pensé nuevamente en Dolores, cuando la conocí, las primeras palabras entrecortadas, los gestos calculados, la particular manera de reírnos de nada en especial, la cara de idiota que puse cuando se sacó el sostén dice que para enseñarme un lunar de carne en el pezón, el primer beso apurado, los clásicos intercambios de regalos con fechas marcadas en el almanaque. Después se abrieron muchas puertas, entramos y salimos más que complacidos, todos esos espacios de pasión desbordada son intemporales, todo llueve torrencialmente, y ya no es una fina garúa como aquella primera vez.

La canción repetida por la misma Natalia Lafourcade le hizo recordar que ya había pasado cerca de una hora. A unos doscientos metros le pareció ver a un niño corriendo agitando un periódico como si fuera un pañuelo. Los autos empezaron a circular, es hora de avanzar, se dijo, y puso en marcha el querido Opel. El niño estaba cada vez más cerca. Se puso los lentes. El niño pasó tan rápido que al mirar por el espejo retrovisor ya no estaba. Le pareció extraño. Esta vez ya no pensó en Dolores sino en la criatura que está por nacer. Espero que nazca sano, dijo levantando la voz lo más fuerte que pudo como si le respondiera a alguien. Entró casi corriendo y ya no se le vio salir.   
Asoma el nuevo día. El reloj indica las seis y cinco de la mañana. Se saca el sombrero antes de saludar. El sorpresivo llanto de un niño termina por despertarlo.

Había pasado casi un día entero en el Hospital de Maternidad y nadie se acercó a decirle algo, menos darle información. Él seguía esperando, creyendo obedecer las indicaciones del doctor de turno. Su ilusión de siempre ser padre, desde que lo conozco no niego que sea verdad. Se pone de pie y camina por ese largo pasillo para evitar los molestosos calambres ya que el frío entumece todos sus músculos faltos de actividad física diaria.

Justo cuando tiene la intención de meter la moneda por la ranura de la máquina expendedora de café para disminuir la intensidad del frío, vio a dos policías que corrían, lo único que hizo fue cerrar los ojos y rezar. Pensó que se lo llevarían preso, la vergüenza atroz de ser esposado.

—Señor su café se le va a enfriar.

Abrió los ojos, sonrió con esa típica sonrisa que tienen los perdedores, fue cuando se dio cuenta que ya no estaban los policías, que no estaba la banca donde había pasado toda la noche, solo unas doce frías sillas bien alineadas. Y con voz ronca le preguntó al doctor que salía acompañado de unas enfermeras:
—Doctorcito, ¿mi hijo nació sano?
—¿De qué niño me habla?
—De mi hijo que está por nacer doctorcito.
—Creo que… no nos entiende. Aquí no hay ningún hijo suyo, ninguna mujer que se parezca a su mujer, estamos muy molestos con usted porque siempre hace lo mismo, viene por algunos días, se queda dormido toda la madrugada, incomoda al personal. Todo el mal está dentro de su cabeza.
—Qué me dice doctorcito…
—A ver cierre los ojos por favor, a ver obedezca, no muy rápido, lentamente.
—No los abra hasta que se lo indique, está bien.
—Bien doctorcito.
—Sienta como si tuviera vendado los ojos.
—No me diga eso doctorcito.
—¿Entonces, en qué quedamos?
—No lo entiendo doctorcito.
—Mejor relájese, estese quieto, que la enfermera le va a poner una inyección para calmar su peligrosa ansiedad.
—Qué buena gente es usted doctorcito, ¿y cómo se llama la enfermera?
—Dolores.






miércoles, 9 de mayo de 2012

P S


Se me ocurre pensar que Petunia Saldarriaga debe estar en su casa pero no, no está en su casa. Ni en la mía, ni en la de ustedes, simplemente porque no la conocemos. Entonces qué esperamos para conocer a Petunia Saldarriaga.
Se abrió una puerta.
Por qué escribes un cuento sobre mí si no me conoces, quien te dio el derecho —me increpó.
Y ustedes porque leen todo lo que escribe este señor (con énfasis) acaso tienen alguna obligación con él.
A alguien se le ocurrió dejar caer la silla y sobre ella los periódicos del día.

Es una falta de respeto venir aquí indagando sobre mi paradero como si fuera una convicta, la culpable de un delito que no existe, yo hago de mi vida lo que me venga en gana. Mejor váyanse por donde vinieron.

Se hizo un largo silencio, donde todos nos miramos como si fuéramos esclavos de nuestro propio desconcierto.

¿Cómo llegaron hasta aquí?, dar conmigo no es fácil, les debe haber costado mucho llegar hasta mí.
—Déjame que te cuente... Estaba en aquel Café de la esquina, donde conocí a tu padre...
—¿Cuál padre? —dijo molesta. Si ya murió hace años, será su fantasma, y de mi madre no me digas nada porque yo soy mi propia madre.
Ella se detuvo al final de esa palabra, bajó la mirada, quiso decir algo más...

—¿Puedo continuar?
No, no quiero que continúes, si hay un culpable eres tú no yo, culpable porque se te ocurrió hacer un cuentito sobre mí, ni que fuera yo tan importante, vaya escritorcillo, y toda la jauría que ha venido contigo, déjenme en paz, lárguense, quiero volver a estar sola.
No seas así de injusta, si supieras lo que tu padre me dijo...

Sin pensarlo mucho, Petunia Saldarriaga nos apuntó con una pistola empuñada por una mano temblorosa. No supimos que hacer. Con el arma amenazante daba vueltas a nuestro alrededor como si esperara el instante decisivo para dar cuenta de nosotros. Hay un odio gigantesco dentro de ella. Ha crecido demasiado y ahora es un monstruo que ella consiente en tenerlo dentro de sí.

Todos salimos como frustrados espectadores de un acontecimiento que pudo tener mejor desenlace. Petunia nunca cambiará. Tiene un odio más que visceral, está enferma. Fui el último en salir, al voltear la mirada, vi a alguien dispuesta a cumplir su amenaza. Quisimos ser solidarios con ella, hablarle, ayudarle, pero todo intento fue vano. Pienso que Petunia ya no pertenece a esta realidad, está viviendo otras circunstancias, desdichadas por cierto.

La recuerdo desde aquella vez, pero ella me interrumpe, «si no me conoces». Intenta recordar, le dije como queriendo convencerla. Petunia por primera vez sonrió, pero fue una sonrisa a medio camino entre la burla y el desconcierto. Ya ni sentí los pasos ni las voces de mis amigos que vinieron conmigo.

Llegó la noche y mientras miraba fijamente a Petunia Saldarriaga quien está ya a punto de disparar. No pude evitar pensar que ella se parece y mucho a un personaje de uno de mis cuentos nunca terminados, caí en la cuenta que ese personaje sí disparó. Y ante su amenaza a punto de cumplirse salí de allí lo más rápido que pude. Sin embargo las cinco balas de esa arma no esperaron más y fueron tras de mí. De lo único que me acuerdo fue que caí. De ella lo único que me acuerdo es que nunca estuvo allí.





viernes, 6 de abril de 2012

La posible víctima



Sostuvo el cuchillo con firmeza, se fue acercando hacia la posible víctima, su tremendo grado de violencia similar al derrumbe de un edificio de ocho pisos, quería matarlo como sea, pero sus ruidosos pasos no avanzan a la misma velocidad infernal de sus evidentes propósitos, quiere acercarse más pero alguien o algo se lo impide, carraspea fuerte como para intimidar y la posible víctima ni se da por enterado, ni lo mira, solamente mira más allá, una pretenciosa visión que lo hipnotiza. Él pasa de largo y desaparece tras la ciudad.

Los siguientes días otra posible víctima pero de pronto aparecen otros testigos, tiene que actuar de otra manera, solamente se conforma con golpear las paredes y pisar cien cucarachas en el sótano de ese horrible edificio donde sobrevive desde hace algunos años. Desde niño fue así, sobresaltado, caprichoso, gritón, no amenazaba con golpear lo hacía, lo expulsaban de todas las escuelas, y ya cuando frisaba la edad de doce años sus padres lo abandonaron con la excusa de un sorpresivo viaje en barco, por la ambicionada herencia del abuelo.

La noche avanza y falta poco para llegar, no se siente mucho frío, lo normal dicen, se ve que la ciudad ya no es la misma de antes, está muy deteriorada. El último censo de hace dos años advirtió que hay más viejos que jóvenes, y que la curva de la tercera edad sigue su acción ascendente.

Florencio Roux ahora un tipo de unos cuarenta años, a quien no le apetece mucho hablar, todo lo contrario de cuando era un niño gritón, con la altura suficiente para escalar esa pared que lo está mirando. Se trepa con cierta dificultad, el otro lado le resulta extraño pero con tanta suerte que se deja caer sobre un colchón viejo que no sabe que hace ahí. Se levanta, se sacude la ropa pero no suelta el cuchillo, frente a sus ojos la triste visión de una escuela abandonada que se le parece mucho a la escuela donde él estudió, la recorre en pocas horas como si estuviera buscando algún recuerdo que la memoria de los hechos no le permite vislumbrar.

La rápida entrada de la noche lo encuentra durmiendo y sentado en el viejo pupitre de un polvoriento salón de clases, levanta la mirada e imagina por unos minutos que está escuchando una clase ficticia, ve caras por todos lados solamente caras, bosteza inesperadamente, y arroja los sucios cuadernos del pasado. Sale apurado del salón de clases.


Es miércoles, casi mitad de semana, Florencio Roux cuchillo en mano otra vez quiere matarlo como sea, a la posible víctima, empieza por darle cuchillazos al aire de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, como si eso bastara para llamar la atención, pero el silbido melancólico de un pajarito nocturno lo detiene.  Es de papel.


martes, 14 de febrero de 2012

El amor nosotros


El amor brilla cuando se emparejan los sentimientos, las muchas ilusiones, los poderosos deseos, y deja de brillar cuando alguien o ellos mismos la dejan relegada a la más absoluta oscuridad, entonces el amor se confunde, se desdice, languidece, se marchita. El amor también es romántico sinónimo de mutua posesión, de estarse enracimados en el jardín botánico de las pasiones. No hay amor sin feliz conquista, sin el romanticismo impregnado de te quieros. No existe amor con engaños o falsías. Lo que debe ser recíproco es lo que alimenta el válido respeto y las absorbentes querencias. El amor no es producto de la imaginación sino que se sustancia desde los primeros guiños del corazón. El amor es la idílica aventura de mirarse a los ojos, y hacer viajar dentro de esas miradas todas las emociones, los embelesos, los temblores afectivos, y el calor más íntimo de los goces. El amor no es todo lo que pensamos sino todo lo que sentimos. Todo un derroche mágico de estarse ausentes por muchas horas cuando todo el mundo los mira. El amor es espontánea elevación y también pisa tierra. El amor es mi fundamento de vivir, mi cielo amplio y abierto, mi mar sereno y nervioso, mi lluvia pretenciosa. 



viernes, 27 de enero de 2012

La historia de la señora Bisso


No fue precisamente un viernes sino al día siguiente, lo supe por Marlen mi otra vecina que tiene una carita tan linda y unos nobles sentimientos que invitan a soñar despierto.

La señora Bisso dejó debajo de mi puerta una revista. Conozco su gentileza. Nada le costaba, tiene mucho dinero pero sigue viviendo en el mismo edificio desde hace muchos años, su edad madura se le nota a simple vista pero sucede que camina como si tuviera treinta años, eso marca la diferencia con sus demás amigas. Le caigo simpático, interesante, según su punto de vista. El tema es que viajo mucho, y la veo y le converso muy poco.

La señora Bisso tiene una historia que contarme y yo lo sé, lo intuyo permanentemente desde la forma en que me mira y los gestos que hace cuando busca confesar. La verdad que por ahora no quiero escuchar su historia.

Cada vez que vuelvo de viaje no me sorprende encontrar otras revistas, sabe que disfruto leyéndolas, y lo saben también mis vecinos que prefiero encerrarme durante muchos días, así me toquen la puerta con la insistencia de quien quiere violentar mi sagrada tranquilidad.

Un día al regresar de uno de mis viajes ya no la volví a ver más, ni tuvo oportunidad de dejarme la revista esperada debajo de mi puerta. Su muerte de alguna manera me sorprende. Me arrepiento no haber sido más sociable con ella, ya es de tarde en mi ciudad, y tengo los anteojos en estado de niebla, los pasos muy fatigados, y una tristeza inocultable que desmaya mis sentidos.

La historia de la señora Bisso nunca contada quedará en el olvido, así intente imaginarla sucesivas veces, y orillarla dentro de mis convulsas ficciones. Y para romper esa tristeza que desorienta se me acerca Marlen mi vecina, quien no me deja revistas debajo de mi puerta sino me toca la puerta todos los días menos los domingos, para hablarme del potente amor y la sonora felicidad, le sonrío y agarra mis manos llevándoselas a su carita linda, sonriente, que me dice mucho mientras miro dentro de sus ojos toda la eternidad emocional de haberme querido siempre, desde que me conoció en una fiesta popular en el barrio de Monserrate, aquella noche en que todo a nuestro alrededor empezó a girar, la ciudad se nos hizo distante, y nuestros pensamientos y sentimientos empezaron a bailar.

Tal vez lo que estoy viviendo con mi vecina Marlen, se vaya acercando cada día más a la historia que la señora Bisso no quiso contarme, pero que sospecho dada su avanzada edad encanecida tener un amor conmigo hubiera sido más que un disparate.


miércoles, 28 de diciembre de 2011

Las nietas


Cada vez que se encuentra con Obdulia, prefiere no mirarla. Será que no le gusta como futura novia, ¿imposición de las nietas?, o porque está muy viejo y muy viudo para andarse con burdas escenas de telenovela. Ya no tiene control sobre sus ochenta años, todo lo que mira y toca de pronto envejece. Se lo dice al retrato de su difunta mujer quien sonríe desde el recuerdo.

La dentadura postiza, una rosa descolorida dentro de un vaso con mitad de agua, y el libro de un autor exageradamente publicitado descansan en el velador con lamparita inservible.

Lo vi a Ramón, el abuelo, salir de la iglesia empuñando un bastón que le incomoda usarlo. Con las justas llegaba a casa que más parece una iglesia dentro de un cementerio. Las velas, las cruces y las imágenes punk abundan, son la fascinante decoración de las nietecitas que hasta hoy no puede echarlas. «Si quisieron hacer de mi casa un burdel para tener sexo con sus novios de ocasión, que tienen exagerado aspecto», le volvió a contar a su difunta esposa quien no deja de sonreír.

Todas las mañanas al levantarse y antes de acostarse, grita lo más fuerte que puede «no permito cochinadas en mi casa». Ya no las ve como sus nietas sino como unos robots, tienen automatizados sus propios movimientos, y se ríen emitiendo un sonido metálico que no le hace ninguna gracia.

Entre ellas todo es de un solo color, se toleran hasta el exceso. El abuelo prefiere ponerse sus audífonos para alejarse. Ha hecho de su propio cuarto su vital trinchera. De las amplias ventanas su contacto con el mundo nocturno cuando quiere contar las estrellas, y viajar a su manera con solo tocar el botón de la imaginación.

Algunas mañanas el hijo de la vecina le trae a su casa solo lo que necesita para poder continuar. Le basta llamar con el celular. Felizmente su cuarto tiene una puerta independiente y no necesita de la puerta de entrada.

—Tiempo que ya no salgo como antes. Desde que tuve esa tonta caída,  ya no soy el mismo. Gracias a mi vecina y a su amable hijo que me traen las cosas que necesito.

Un día no pudo levantarse de la cama, ni abrir los ojos, sintió a su alrededor que todo se iba cayendo, desmoronando, en esos angustiosos segundos ya dejaba de ser la misma persona. Y mientras se iba, el spray tóxico de origen mineral que usan las nietas para matar los insectos era inhalado por Ramón, el abuelo, quien no tuvo ni tiempo para abrir las ventanas, ni para usar el celular, se deduce que fue rápido y sorpresivo. En ese instante el abuelo dormía sin darse cuenta de nada, atrapado por una feroz pesadilla. Lo encontraron amarrado de pies y manos.

«Es un cuadro que pinté cuando vivía en Buenos Aires y frisaba los veinte años, un cuadro extraño de aquellos tiempos, y en una esquinita dibujé unos ojos pequeñitos como si tuvieran la pretensión de mirar a quienes se acercan a la escena del crimen», le volvió a contar por última vez a su difunta esposa quien esta vez había dejado de sonreír.

Minutos después la vecina vio como huían las nietas. Tuvo la sospecha que algo ocurría. La policía acudió a su llamado.

Obdulia lloraba como novia frustrada. Nadie se acercó para consolarla.

El abuelo tuvo toda una vida de muchos sacrificios para poder comprar esta casa. Aquí vivió feliz con su mujer y su única hija Raquel, cincuenta años de ejemplar matrimonio.  Después de la muerte de su mujer y de la única hija todo cambió. Ambas murieron en un accidente ferroviario.

La codicia, la insanía, de sus tres nietas que no se pudieron llevar la casa a otro lugar porque es imposible, sino de robar las joyas de la abuela, y miles de dólares que el abuelo estaba pensando en dejárselos a alguien de su familia que lo pueda conservar y valorar, pero no sus nietas quienes terminarían asesinándolo.

Hoy la casa ya no es una iglesia dentro de un cementerio. Fue derrumbada.


Todas las noches, después de salir del trabajo paso por allí, y veo que nadie ha podido construir la casa nuevamente, sigue derrumbada. Entro en sus ruinas, y desde allí miro hacia las estrellas, quienes con débil luz ya no son las mismas estrellas que veía Ramón, el abuelo.   


sábado, 12 de noviembre de 2011

No fue una noche cualquiera


Desde que leyó el poema de Blanca Varela «Casa de cuervos», Eloísa ya no fue más aquella persona, indiferente, malcriada, soez. Dejó su casaca con cuello de peluche en el respaldar de aquella silla, cogió unos guantes de plástico desechables, abrió el caño, y no paró hasta dejar los platos limpios, relucientes. Los apiló arriba en el segundo nivel del repostero. Bebió de un buen sorbo lo poco que quedaba del vino de fiesta que trajo Jan su marido, aquella vez de su cumpleaños trigésimo. Abrió la puerta trasera, y dejó caer en el contenedor de basura, la botella vacía, mientras caía, una mano recicladora la esperaba ansiosa en el fondo, dándole las gracias con el pulgar hacia arriba.

Regresó a su habitación casi dejándose llevar, empezó a desvestirse, abrió el clóset, Jan la observa de reojo mientras escribe sentado al borde de la cama algo que a nadie le interesa, es muy personal. Desde hace mucho que no mantienen activas las ganas de hacer el amor ni siquiera de conversar. Ella trata de darse explicaciones, y él de ocultarlas dentro de un disco que sigue girando, cuya música insiste en invitarles a bailar.

Aún no tienen hijos que criar, y tratan de minimizar los gastos de la casa. Está excluido el derroche, las formales invitaciones a los vecinos, alguna mascota abandonada en plena vía pública, los antojitos al paso, los regalos sorpresa a sobrinos que no merecen ni siquiera mirarlos, y algún amante ocasional que intente reparar los daños hormonales del furioso placer.

Pero esa noche no fue una noche cualquiera, primero no hubo ronquidos, ni susurros, segundo no se cayó la frazada lo cual es una costumbre, y tercero se olvidaron de activar el despertador. Soñaron ambos lo mismo, cosa rara, soñaron que viajaban por las afueras de la ciudad, en ese sueño son ancianos, por una carretera que no reconocen, ambos cogidos fuertemente de la mano sabiendo que se iban directamente al precipicio, pero es tanta la tensión que pasan las horas y nunca llegan a caer. Siempre están muy cerca, es como si de pronto la carretera ampliara su recorrido, hasta que Eloísa se despertó sin gritar, cuando Jan abrió la puerta del ómnibus y se arrojó. A su lado Jan su querido Jan, duerme de tal manera, que a ella le dan ganas de echarle un vaso con agua.