Desde que leyó el poema de Blanca Varela «Casa
de cuervos», Eloísa ya no fue más aquella persona, indiferente, malcriada,
soez. Dejó su casaca con cuello de peluche en el respaldar de aquella silla,
cogió unos guantes de plástico desechables, abrió el caño, y no paró hasta
dejar los platos limpios, relucientes. Los apiló arriba en el segundo nivel del
repostero. Bebió de un buen sorbo lo poco que quedaba del vino de fiesta que
trajo Jan su marido, aquella vez de su cumpleaños trigésimo. Abrió la puerta
trasera, y dejó caer en el contenedor de basura, la botella vacía, mientras
caía, una mano recicladora la esperaba ansiosa en el fondo, dándole las gracias
con el pulgar hacia arriba.
Regresó a su habitación casi dejándose llevar,
empezó a desvestirse, abrió el clóset, Jan la observa de reojo mientras escribe
sentado al borde de la cama algo que a nadie le interesa, es muy personal.
Desde hace mucho que no mantienen activas las ganas de hacer el amor ni
siquiera de conversar. Ella trata de darse explicaciones, y él de ocultarlas
dentro de un disco que sigue girando, cuya música insiste en invitarles a
bailar.
Aún no tienen hijos que criar, y tratan de
minimizar los gastos de la casa. Está excluido el derroche, las formales
invitaciones a los vecinos, alguna mascota abandonada en plena vía pública, los
antojitos al paso, los regalos sorpresa a sobrinos que no merecen ni siquiera
mirarlos, y algún amante ocasional que intente reparar los daños hormonales del
furioso placer.
Pero esa noche no fue una noche cualquiera,
primero no hubo ronquidos, ni susurros, segundo no se cayó la frazada lo cual
es una costumbre, y tercero se olvidaron de activar el despertador. Soñaron
ambos lo mismo, cosa rara, soñaron que viajaban por las afueras de la ciudad,
en ese sueño son ancianos, por una carretera que no reconocen, ambos cogidos
fuertemente de la mano sabiendo que se iban directamente al precipicio, pero es
tanta la tensión que pasan las horas y nunca llegan a caer. Siempre están muy
cerca, es como si de pronto la carretera ampliara su recorrido, hasta que
Eloísa se despertó sin gritar, cuando Jan abrió la puerta del ómnibus y se
arrojó. A su lado Jan su querido Jan, duerme de tal manera, que a ella le dan
ganas de echarle un vaso con agua.