sábado, 12 de noviembre de 2011

No fue una noche cualquiera


Desde que leyó el poema de Blanca Varela «Casa de cuervos», Eloísa ya no fue más aquella persona, indiferente, malcriada, soez. Dejó su casaca con cuello de peluche en el respaldar de aquella silla, cogió unos guantes de plástico desechables, abrió el caño, y no paró hasta dejar los platos limpios, relucientes. Los apiló arriba en el segundo nivel del repostero. Bebió de un buen sorbo lo poco que quedaba del vino de fiesta que trajo Jan su marido, aquella vez de su cumpleaños trigésimo. Abrió la puerta trasera, y dejó caer en el contenedor de basura, la botella vacía, mientras caía, una mano recicladora la esperaba ansiosa en el fondo, dándole las gracias con el pulgar hacia arriba.

Regresó a su habitación casi dejándose llevar, empezó a desvestirse, abrió el clóset, Jan la observa de reojo mientras escribe sentado al borde de la cama algo que a nadie le interesa, es muy personal. Desde hace mucho que no mantienen activas las ganas de hacer el amor ni siquiera de conversar. Ella trata de darse explicaciones, y él de ocultarlas dentro de un disco que sigue girando, cuya música insiste en invitarles a bailar.

Aún no tienen hijos que criar, y tratan de minimizar los gastos de la casa. Está excluido el derroche, las formales invitaciones a los vecinos, alguna mascota abandonada en plena vía pública, los antojitos al paso, los regalos sorpresa a sobrinos que no merecen ni siquiera mirarlos, y algún amante ocasional que intente reparar los daños hormonales del furioso placer.

Pero esa noche no fue una noche cualquiera, primero no hubo ronquidos, ni susurros, segundo no se cayó la frazada lo cual es una costumbre, y tercero se olvidaron de activar el despertador. Soñaron ambos lo mismo, cosa rara, soñaron que viajaban por las afueras de la ciudad, en ese sueño son ancianos, por una carretera que no reconocen, ambos cogidos fuertemente de la mano sabiendo que se iban directamente al precipicio, pero es tanta la tensión que pasan las horas y nunca llegan a caer. Siempre están muy cerca, es como si de pronto la carretera ampliara su recorrido, hasta que Eloísa se despertó sin gritar, cuando Jan abrió la puerta del ómnibus y se arrojó. A su lado Jan su querido Jan, duerme de tal manera, que a ella le dan ganas de echarle un vaso con agua. 



jueves, 3 de noviembre de 2011

Monólogo de Eloy


Desde el café Versalles hasta la entrada del Museo la distancia no es más de un kilómetro.

—Espérame ahí —no demoro mucho.

Me lo dijo muy suelta de ánimos, pero a quien se lo estaba diciendo es a la persona menos indicada. Yo no soy de esperar, ni vente por aquí, ni súbame las escaleras de aquel vetusto edificio.
Recibí la primera llamada cerca de las seis, justo cuando entraba al supermercado, el insistente ruido del celular hizo que los sapos de turno voltearan cuando la cosa no es con ellos.

—Sí, amor —dije despabilado.

Ella hizo su acostumbrada pausa de algunos segundos, como si fuera a exhalar todo su aire mandón.
—Compraste las cosas que te dije.
—Sí, amor.
—Y la lista  que te di la llevas contigo, o es mental tus compritas.
—Sí, amor, la lista la tengo casi tachada, sólo me faltan el tarro de café, los huevos, y los yogurts de lúcuma que me pediste.
—Ajá, mi querido Eloy, se te olvidan mis chocolatitos.
—Ya mi amor, regresa pronto a casa, llámame para recogerte.
—Ni que fuera un paquete, imbécil.

Y así pasaron los años y todas las noticias, hasta que Eloy regresando del trabajo antes de la hora acostumbrada, se dio con la sorpresa de entrar en un departamento vacío, su propio departamento, se llevó todo hasta las bombillas de luz. No supo qué hacer. Reaccionó cuando alguien puso una mano en su hombro.

—Te lo dije, tienes que ir al doctor. Ya es hora.

Por supuesto, nada de lo dicho arriba es cierto, Eloy imagina cosas, y actúa de un modo extraño, y hasta el tipo que le pone la mano en el hombro tampoco existe, todo está en su mente.


—¿Alguien quiere ayudarle?        



martes, 1 de noviembre de 2011

La noticia del final


No me digas que fue tu decisión. Nada lo justifica. Viajar solo durante muchísimas horas, estresa. El bus se detiene en cada paradero pero nadie quiere entrar, es como si fuera portador de algún virus, o de un sospechoso aislamiento que no advertí a tiempo.

—Tengo que salir como sea —es una orden personal que no reprimo—.

Veo a Margaux, alta y escandalosamente bella, de caminar lento como si estuviera pidiéndole permiso a los espacios andados. Más que recuerdo la tengo, captada desde el instante en que al verla acercaba mi mirada, pero ni modo ella se iba a cumplir con su rutinario horario de oficina, y a recibir horas más tarde la noticia de mi muerte, que ni yo me la esperaba.

Margaux ya no fue la misma de antes, todo lo que ella intenta recordar de mí pierde distancia y sonido.

En mi caso decido fumar un cigarrillo y esperar a que regrese el mismo que recibió la noticia del final, o sea yo, a lo mejor trae novedades, o quizás la esperanza de alguna postergación de muerte que ya parece inútil.

—Tengo que salir, ya —digo contrariado.     

Se abren las puertas, y apenas salgo, entro en un ambiente distinto, como si fuera de otro tiempo. Todo se frustra cuando decido regresar a mi casa y no puedo, como un mal sueño no la encuentro, dejé de respirar o será que ya soy otra persona, o es acaso una muerte definitiva.