Desde el café Versalles hasta
la entrada del Museo la distancia no es más de un kilómetro.
—Espérame ahí —no demoro mucho.
Me lo dijo muy suelta de
ánimos, pero a quien se lo estaba diciendo es a la persona menos indicada. Yo
no soy de esperar, ni vente por aquí, ni súbame las escaleras de aquel vetusto
edificio.
Recibí la primera llamada cerca
de las seis, justo cuando entraba al supermercado, el insistente ruido del celular
hizo que los sapos de turno voltearan cuando la cosa no es con ellos.
—Sí, amor —dije despabilado.
Ella hizo su acostumbrada pausa
de algunos segundos, como si fuera a exhalar todo su aire mandón.
—Compraste las cosas que te
dije.
—Sí, amor.
—Y la lista que te di la
llevas contigo, o es mental tus compritas.
—Sí, amor, la lista la tengo
casi tachada, sólo me faltan el tarro de café, los huevos, y los yogurts de
lúcuma que me pediste.
—Ajá, mi querido Eloy, se te
olvidan mis chocolatitos.
—Ya mi amor, regresa pronto a
casa, llámame para recogerte.
—Ni que fuera un paquete,
imbécil.
Y así pasaron los años y todas
las noticias, hasta que Eloy regresando del trabajo antes de la hora
acostumbrada, se dio con la sorpresa de entrar en un departamento vacío, su
propio departamento, se llevó todo hasta las bombillas de luz. No supo qué
hacer. Reaccionó cuando alguien puso una mano en su hombro.
—Te lo dije, tienes que ir al
doctor. Ya es hora.
Por supuesto, nada de lo dicho
arriba es cierto, Eloy imagina cosas, y actúa de un modo extraño, y hasta el
tipo que le pone la mano en el hombro tampoco existe, todo está en su mente.
—¿Alguien quiere
ayudarle?
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