Cada vez que se encuentra con Obdulia, prefiere no mirarla. Será que no le gusta como futura novia, ¿imposición de las nietas?, o porque está muy viejo y muy viudo para andarse con burdas escenas de telenovela. Ya no tiene control sobre sus ochenta años, todo lo que mira y toca de pronto envejece. Se lo dice al retrato de su difunta mujer quien sonríe desde el recuerdo.
La dentadura postiza, una rosa descolorida
dentro de un vaso con mitad de agua, y el libro de un autor exageradamente publicitado
descansan en el velador con lamparita inservible.
Lo vi a Ramón, el abuelo, salir de la iglesia
empuñando un bastón que le incomoda usarlo. Con las justas llegaba a casa que
más parece una iglesia dentro de un cementerio. Las velas, las cruces y las
imágenes punk abundan, son la fascinante decoración de las nietecitas que hasta
hoy no puede echarlas. «Si quisieron hacer de mi casa un burdel para tener sexo
con sus novios de ocasión, que tienen exagerado aspecto», le volvió a contar a
su difunta esposa quien no deja de sonreír.
Todas las mañanas al levantarse y antes de
acostarse, grita lo más fuerte que puede «no permito cochinadas en mi casa». Ya
no las ve como sus nietas sino como unos robots, tienen automatizados sus
propios movimientos, y se ríen emitiendo un sonido metálico que no le hace
ninguna gracia.
Entre ellas todo es de un solo color, se toleran
hasta el exceso. El abuelo prefiere ponerse sus audífonos para alejarse. Ha
hecho de su propio cuarto su vital trinchera. De las amplias ventanas su
contacto con el mundo nocturno cuando quiere contar las estrellas, y viajar a
su manera con solo tocar el botón de la imaginación.
Algunas mañanas el hijo de la vecina le trae a
su casa solo lo que necesita para poder continuar. Le basta llamar con el
celular. Felizmente su cuarto tiene una puerta independiente y no necesita de
la puerta de entrada.
—Tiempo que ya no salgo como antes. Desde que
tuve esa tonta caída, ya no soy el
mismo. Gracias a mi vecina y a su amable hijo que me traen las cosas que
necesito.
Un día no pudo levantarse de la cama, ni abrir
los ojos, sintió a su alrededor que todo se iba cayendo, desmoronando, en esos
angustiosos segundos ya dejaba de ser la misma persona. Y mientras se iba, el
spray tóxico de origen mineral que usan las nietas para matar los insectos era
inhalado por Ramón, el abuelo, quien no tuvo ni tiempo para abrir las ventanas,
ni para usar el celular, se deduce que fue rápido y sorpresivo. En ese instante
el abuelo dormía sin darse cuenta de nada, atrapado por una feroz pesadilla. Lo
encontraron amarrado de pies y manos.
«Es un cuadro que pinté cuando vivía en Buenos
Aires y frisaba los veinte años, un cuadro extraño de aquellos tiempos, y en
una esquinita dibujé unos ojos pequeñitos como si tuvieran la pretensión de
mirar a quienes se acercan a la escena del crimen», le volvió a contar por última
vez a su difunta esposa quien esta vez había dejado de sonreír.
Minutos después la vecina vio como huían las
nietas. Tuvo la sospecha que algo ocurría. La policía acudió a su llamado.
Obdulia lloraba como novia frustrada. Nadie se
acercó para consolarla.
El abuelo tuvo toda una vida de muchos
sacrificios para poder comprar esta casa. Aquí vivió feliz con su mujer y su
única hija Raquel, cincuenta años de ejemplar matrimonio. Después de la muerte de su mujer y de la
única hija todo cambió. Ambas murieron en un accidente ferroviario.
La codicia, la insanía, de sus tres nietas que
no se pudieron llevar la casa a otro lugar porque es imposible, sino de robar las
joyas de la abuela, y miles de dólares que el abuelo estaba pensando en
dejárselos a alguien de su familia que lo pueda conservar y valorar, pero no
sus nietas quienes terminarían asesinándolo.
Hoy la casa ya no es una iglesia dentro de un
cementerio. Fue derrumbada.
Todas las noches, después de salir del trabajo
paso por allí, y veo que nadie ha podido construir la casa nuevamente, sigue
derrumbada. Entro en sus ruinas, y desde allí miro hacia las estrellas, quienes
con débil luz ya no son las mismas estrellas que veía Ramón, el abuelo.