miércoles, 28 de diciembre de 2011

Las nietas


Cada vez que se encuentra con Obdulia, prefiere no mirarla. Será que no le gusta como futura novia, ¿imposición de las nietas?, o porque está muy viejo y muy viudo para andarse con burdas escenas de telenovela. Ya no tiene control sobre sus ochenta años, todo lo que mira y toca de pronto envejece. Se lo dice al retrato de su difunta mujer quien sonríe desde el recuerdo.

La dentadura postiza, una rosa descolorida dentro de un vaso con mitad de agua, y el libro de un autor exageradamente publicitado descansan en el velador con lamparita inservible.

Lo vi a Ramón, el abuelo, salir de la iglesia empuñando un bastón que le incomoda usarlo. Con las justas llegaba a casa que más parece una iglesia dentro de un cementerio. Las velas, las cruces y las imágenes punk abundan, son la fascinante decoración de las nietecitas que hasta hoy no puede echarlas. «Si quisieron hacer de mi casa un burdel para tener sexo con sus novios de ocasión, que tienen exagerado aspecto», le volvió a contar a su difunta esposa quien no deja de sonreír.

Todas las mañanas al levantarse y antes de acostarse, grita lo más fuerte que puede «no permito cochinadas en mi casa». Ya no las ve como sus nietas sino como unos robots, tienen automatizados sus propios movimientos, y se ríen emitiendo un sonido metálico que no le hace ninguna gracia.

Entre ellas todo es de un solo color, se toleran hasta el exceso. El abuelo prefiere ponerse sus audífonos para alejarse. Ha hecho de su propio cuarto su vital trinchera. De las amplias ventanas su contacto con el mundo nocturno cuando quiere contar las estrellas, y viajar a su manera con solo tocar el botón de la imaginación.

Algunas mañanas el hijo de la vecina le trae a su casa solo lo que necesita para poder continuar. Le basta llamar con el celular. Felizmente su cuarto tiene una puerta independiente y no necesita de la puerta de entrada.

—Tiempo que ya no salgo como antes. Desde que tuve esa tonta caída,  ya no soy el mismo. Gracias a mi vecina y a su amable hijo que me traen las cosas que necesito.

Un día no pudo levantarse de la cama, ni abrir los ojos, sintió a su alrededor que todo se iba cayendo, desmoronando, en esos angustiosos segundos ya dejaba de ser la misma persona. Y mientras se iba, el spray tóxico de origen mineral que usan las nietas para matar los insectos era inhalado por Ramón, el abuelo, quien no tuvo ni tiempo para abrir las ventanas, ni para usar el celular, se deduce que fue rápido y sorpresivo. En ese instante el abuelo dormía sin darse cuenta de nada, atrapado por una feroz pesadilla. Lo encontraron amarrado de pies y manos.

«Es un cuadro que pinté cuando vivía en Buenos Aires y frisaba los veinte años, un cuadro extraño de aquellos tiempos, y en una esquinita dibujé unos ojos pequeñitos como si tuvieran la pretensión de mirar a quienes se acercan a la escena del crimen», le volvió a contar por última vez a su difunta esposa quien esta vez había dejado de sonreír.

Minutos después la vecina vio como huían las nietas. Tuvo la sospecha que algo ocurría. La policía acudió a su llamado.

Obdulia lloraba como novia frustrada. Nadie se acercó para consolarla.

El abuelo tuvo toda una vida de muchos sacrificios para poder comprar esta casa. Aquí vivió feliz con su mujer y su única hija Raquel, cincuenta años de ejemplar matrimonio.  Después de la muerte de su mujer y de la única hija todo cambió. Ambas murieron en un accidente ferroviario.

La codicia, la insanía, de sus tres nietas que no se pudieron llevar la casa a otro lugar porque es imposible, sino de robar las joyas de la abuela, y miles de dólares que el abuelo estaba pensando en dejárselos a alguien de su familia que lo pueda conservar y valorar, pero no sus nietas quienes terminarían asesinándolo.

Hoy la casa ya no es una iglesia dentro de un cementerio. Fue derrumbada.


Todas las noches, después de salir del trabajo paso por allí, y veo que nadie ha podido construir la casa nuevamente, sigue derrumbada. Entro en sus ruinas, y desde allí miro hacia las estrellas, quienes con débil luz ya no son las mismas estrellas que veía Ramón, el abuelo.   


sábado, 12 de noviembre de 2011

No fue una noche cualquiera


Desde que leyó el poema de Blanca Varela «Casa de cuervos», Eloísa ya no fue más aquella persona, indiferente, malcriada, soez. Dejó su casaca con cuello de peluche en el respaldar de aquella silla, cogió unos guantes de plástico desechables, abrió el caño, y no paró hasta dejar los platos limpios, relucientes. Los apiló arriba en el segundo nivel del repostero. Bebió de un buen sorbo lo poco que quedaba del vino de fiesta que trajo Jan su marido, aquella vez de su cumpleaños trigésimo. Abrió la puerta trasera, y dejó caer en el contenedor de basura, la botella vacía, mientras caía, una mano recicladora la esperaba ansiosa en el fondo, dándole las gracias con el pulgar hacia arriba.

Regresó a su habitación casi dejándose llevar, empezó a desvestirse, abrió el clóset, Jan la observa de reojo mientras escribe sentado al borde de la cama algo que a nadie le interesa, es muy personal. Desde hace mucho que no mantienen activas las ganas de hacer el amor ni siquiera de conversar. Ella trata de darse explicaciones, y él de ocultarlas dentro de un disco que sigue girando, cuya música insiste en invitarles a bailar.

Aún no tienen hijos que criar, y tratan de minimizar los gastos de la casa. Está excluido el derroche, las formales invitaciones a los vecinos, alguna mascota abandonada en plena vía pública, los antojitos al paso, los regalos sorpresa a sobrinos que no merecen ni siquiera mirarlos, y algún amante ocasional que intente reparar los daños hormonales del furioso placer.

Pero esa noche no fue una noche cualquiera, primero no hubo ronquidos, ni susurros, segundo no se cayó la frazada lo cual es una costumbre, y tercero se olvidaron de activar el despertador. Soñaron ambos lo mismo, cosa rara, soñaron que viajaban por las afueras de la ciudad, en ese sueño son ancianos, por una carretera que no reconocen, ambos cogidos fuertemente de la mano sabiendo que se iban directamente al precipicio, pero es tanta la tensión que pasan las horas y nunca llegan a caer. Siempre están muy cerca, es como si de pronto la carretera ampliara su recorrido, hasta que Eloísa se despertó sin gritar, cuando Jan abrió la puerta del ómnibus y se arrojó. A su lado Jan su querido Jan, duerme de tal manera, que a ella le dan ganas de echarle un vaso con agua. 



jueves, 3 de noviembre de 2011

Monólogo de Eloy


Desde el café Versalles hasta la entrada del Museo la distancia no es más de un kilómetro.

—Espérame ahí —no demoro mucho.

Me lo dijo muy suelta de ánimos, pero a quien se lo estaba diciendo es a la persona menos indicada. Yo no soy de esperar, ni vente por aquí, ni súbame las escaleras de aquel vetusto edificio.
Recibí la primera llamada cerca de las seis, justo cuando entraba al supermercado, el insistente ruido del celular hizo que los sapos de turno voltearan cuando la cosa no es con ellos.

—Sí, amor —dije despabilado.

Ella hizo su acostumbrada pausa de algunos segundos, como si fuera a exhalar todo su aire mandón.
—Compraste las cosas que te dije.
—Sí, amor.
—Y la lista  que te di la llevas contigo, o es mental tus compritas.
—Sí, amor, la lista la tengo casi tachada, sólo me faltan el tarro de café, los huevos, y los yogurts de lúcuma que me pediste.
—Ajá, mi querido Eloy, se te olvidan mis chocolatitos.
—Ya mi amor, regresa pronto a casa, llámame para recogerte.
—Ni que fuera un paquete, imbécil.

Y así pasaron los años y todas las noticias, hasta que Eloy regresando del trabajo antes de la hora acostumbrada, se dio con la sorpresa de entrar en un departamento vacío, su propio departamento, se llevó todo hasta las bombillas de luz. No supo qué hacer. Reaccionó cuando alguien puso una mano en su hombro.

—Te lo dije, tienes que ir al doctor. Ya es hora.

Por supuesto, nada de lo dicho arriba es cierto, Eloy imagina cosas, y actúa de un modo extraño, y hasta el tipo que le pone la mano en el hombro tampoco existe, todo está en su mente.


—¿Alguien quiere ayudarle?        



martes, 1 de noviembre de 2011

La noticia del final


No me digas que fue tu decisión. Nada lo justifica. Viajar solo durante muchísimas horas, estresa. El bus se detiene en cada paradero pero nadie quiere entrar, es como si fuera portador de algún virus, o de un sospechoso aislamiento que no advertí a tiempo.

—Tengo que salir como sea —es una orden personal que no reprimo—.

Veo a Margaux, alta y escandalosamente bella, de caminar lento como si estuviera pidiéndole permiso a los espacios andados. Más que recuerdo la tengo, captada desde el instante en que al verla acercaba mi mirada, pero ni modo ella se iba a cumplir con su rutinario horario de oficina, y a recibir horas más tarde la noticia de mi muerte, que ni yo me la esperaba.

Margaux ya no fue la misma de antes, todo lo que ella intenta recordar de mí pierde distancia y sonido.

En mi caso decido fumar un cigarrillo y esperar a que regrese el mismo que recibió la noticia del final, o sea yo, a lo mejor trae novedades, o quizás la esperanza de alguna postergación de muerte que ya parece inútil.

—Tengo que salir, ya —digo contrariado.     

Se abren las puertas, y apenas salgo, entro en un ambiente distinto, como si fuera de otro tiempo. Todo se frustra cuando decido regresar a mi casa y no puedo, como un mal sueño no la encuentro, dejé de respirar o será que ya soy otra persona, o es acaso una muerte definitiva.




lunes, 31 de octubre de 2011

Olor a recuerdos


Huelo el recuerdo entusiasta de los tranvías, la vistosa escena de ver circular por calles limeñas esos autos antiguos como el Chevrolet, el Ford, y luego en otro escenario los Ikarus, los omnibuses, los cústers, esas combis, y ahora los necesarios buses del metropolitano. En todas ellas viajé desde el niño que nunca pudo aprender a manejar bicicleta, luego como un adolescente instalado en la morbosa velocidad del tiempo existencial que tiene pocos paraderos, hasta el joven cincuentón y preocupado que soy ahora, y que hace poco renunció a seguir viajando en esas combis asesinas. Viajando más apurado a medida que se pasaron todos los años, y muchas veces desesperado por tanto tráfico que desordena las agendas del día. La familia espera en casa, le oigo decir a mis pensamientos, lo tuve claro desde el principio, es parte de mi crianza y de mi soledad acompañada donde el olor a recuerdos es permanente.  



sábado, 29 de octubre de 2011

La culpa



Espera a su padre, que parece no tener biografía, menos sentimientos.

Cree verlo a una distancia que a pesar del paso apurado de la gente puedan mirarse. A simple vista no se le hace reconocible, serán los años del tiempo perdido, o alguna culpa que dispara a su conciencia (dudo que la tenga).

Lo ve venir pero de esto ya hace algunos minutos, que imagina como años.  Aun lo sigue esperando en el mismo lugar donde lo vio por última vez, siempre colmada de gente que va y viene.

Sucede que no dispone de mucho tiempo, y las ganas de hija decepcionada se están cansando de seguir viéndolo venir, y él por más que intente no puede acercarse lo suficiente.





viernes, 28 de octubre de 2011

Escrito mientras viajaba en el Metropolitano


siempre me formulo 
la misma pregunta
y la respuesta queda 
colgando en los aires
acaso es obligatorio tener 
la razón en todo
errores de mortal 
o aciertos inobjetables
no es mi pasión ir tras la verdad
ella llega por sí sola

así como el amor y otros destinos