Les voy a hablar de un crimen
donde pretendo lo absurdo: que no hay víctima, ni homicida, ni testigos.
Si desean el escenario del
crimen se lo pueden imaginar, ya depende de ustedes. Lo demás señalado en la
primera línea se lo dejan al destino.
Y no miento que cuando vi por
primera vez a Dolores la quise matar a besos, ¿eso si será posible? Es delgada,
atractiva, tiene unos pies bonitos, pero eso sí habla mucho, tanto que… aburre.
Supe de su desaparición recién
ayer cuando la fui a buscar a su casa para devolverle su cuchillo. Se entiende
que los padres de Dolores al abrir la puerta y verme con el cuchillo en la
mano, la cerraron violentamente y sin darme ninguna explicación. Horas después
entendí por qué razón la policía me andaba buscando. No lo pensé mucho y me fui
de la ciudad solo con lo que llevo puesto y mi mochila. Así estuve un tiempo
indeterminado. Con justificada razón extrañaba mi auto, un Opel que
se lo compré a mi cuñada que tenía la interesante urgencia de poner un negocio
de bisutería fina.
Hasta que caminando por un
parque tratando ingenuamente de pasar inadvertido sorpresivamente caí
desmayado. Trato de acordarme, entro en habitaciones oscuras de la memoria pero
no puedo ver la luz, alguna señal. La policía no tarda en llegar pero el doctor
de turno me prohíbe todas las visitas y en especial la de los policías, buena
gente el doctor, le debo una. Comprende mi situación de falso asesino.
—Pero si este no mata ni
con spray, mira la pinta que tiene —se lo oí decir muy bajito.
Veo que a una de las enfermeras
le caigo muy bien, está tan obsesionada conmigo que sus ansias locas me quieren
morder, y me obliga a estirar la mano, toma mi muñeca, mide mi pulso, «pequeño
estás muy bien» me dice risueña de amor platónico. Intuyo que solo espera el
momento oportuno para encerrarme entre sus brazos, con esa fuerza incontrolable
de osa polar desesperada y yo que soy tan chiquito.
Dos policías me esperan afuera
en los pasillos del hospital para llevarme a prisión. Dicen que ya tienen las
pruebas necesarias para encerrarme de por vida. ¿Cuáles pruebas?, a ver
¿muéstrelas?
Lo que no saben es que Dolores
me tenía siempre vendado los ojos, caminábamos por aquí, por allá, agarrada de
mi brazo, hasta íbamos al cine y ya me fui acostumbrando a escuchar la
película. Es un trato o un juego que Dolores me propuso cuando le confesé que
quería ser su amor, su único amor. No quiso a la primera vez ni a la segunda,
cuando me dijo uno de esos días casi sin decirlo: sí.
Pasó un tiempo hasta que acepté
su idea, su jueguito, y así andaba con ella para todos lados, vendados los
ojos. Al dejarla en su casa, ya me podía quitar la venda de los ojos.
Dolores lo dice, ya lo dijo, y
lo afirma, que está nerviosa de tanto amor apasionado, pero yo en eso me dejo
estar, me dejo ir. Por eso no entiendo la desaparición ni la desesperación de
Dolores. Canta muy bonito, pudo ser artista. De mí que podía esperar, si nada
de lo que tengo puesto es mío. Hablo de mi ropa.
La noche de volver a dormir,
así parece, a media luz estando en mi habitación mirando a cierta distancia el
espejo oscurecerse, veo el vapor insolente del sueño hasta el día siguiente.
Esta vez no le hice caso a una persistente tos que me aqueja desde hace varios
días, debe ser cambio de estación o algún declive físico. Dentro de mí una
prematura alegría iba naciendo e iba viajando en ese sueño hacia la cama donde
descansa mi mujer que ya tiene nueve meses de embarazo.
No sé cuantas horas he dormido,
me parecen demasiadas horas, en inútil exceso. Me despertó un inoportuno cruce
de frases mal respiradas mientras balbuceaba dormido por una comprensible
fatiga ante tanto acoso policial. Mientras desplazaba o alargaba la mirada como
un inquieto visor por toda la habitación entendí que aquella cuna del hijo por
nacer y aquella mecedora de la madre tienen más de una explicación y un
compromiso pactado con los legítimos entusiasmos del corazón.
Entro al baño, siento levitar
al pensar en cosas bonitas. En cuestión de minutos me veo bien vestido,
desayuno ya mirando la violencia del tiempo en el reloj, apuro algunos pasos y
subo al auto un Opel color plateado en buen mantenimiento. Giro la
llave del encendido y me voy de camino recto por muchas calles largas hasta que
doblo a la derecha y me encuentro con una avenida congestionada de autos,
entonces supe que tardaría mucho en llegar al Hospital de Maternidad. Quise
retroceder pero una triple fila de auto cierra todos los espacios por donde
poder avanzar. Para no aburrirme pongo el CD y empieza a girar a una velocidad
angular variable la promocionada canción de Natalia Lafourcade. Los autos
avanzan con lentitud que oxida los estados de ánimo, y hacen agonizar de
impaciencia los desesperados motores. Algunas horas antes había llamado por
teléfono al Hospital de Maternidad preguntando por mi mujer que ya va a dar a
luz pronto. Dicen que mejor regrese a casa.
—¿Quién? —suelto una pregunta.
Pensé nuevamente en Dolores,
cuando la conocí, las primeras palabras entrecortadas, los gestos calculados,
la particular manera de reírnos de nada en especial, la cara de idiota que puse
cuando se sacó el sostén dice que para enseñarme un lunar de carne en el pezón,
el primer beso apurado, los clásicos intercambios de regalos con fechas
marcadas en el almanaque. Después se abrieron muchas puertas, entramos y
salimos más que complacidos, todos esos espacios de pasión desbordada son
intemporales, todo llueve torrencialmente, y ya no es una fina garúa como
aquella primera vez.
La canción repetida por la
misma Natalia Lafourcade le hizo recordar que ya había pasado
cerca de una hora. A unos doscientos metros le pareció ver a un niño corriendo
agitando un periódico como si fuera un pañuelo. Los autos empezaron a circular,
es hora de avanzar, se dijo, y puso en marcha el querido Opel. El niño
estaba cada vez más cerca. Se puso los lentes. El niño pasó tan rápido que al
mirar por el espejo retrovisor ya no estaba. Le pareció extraño. Esta vez ya no
pensó en Dolores sino en la criatura que está por nacer. Espero que nazca sano,
dijo levantando la voz lo más fuerte que pudo como si le respondiera a alguien.
Entró casi corriendo y ya no se le vio salir.
Asoma el nuevo día. El reloj
indica las seis y cinco de la mañana. Se saca el sombrero antes de saludar. El
sorpresivo llanto de un niño termina por despertarlo.
Había pasado casi un día entero
en el Hospital de Maternidad y nadie se acercó a decirle algo, menos darle información.
Él seguía esperando, creyendo obedecer las indicaciones del doctor de turno. Su
ilusión de siempre ser padre, desde que lo conozco no niego que sea verdad. Se
pone de pie y camina por ese largo pasillo para evitar los molestosos calambres
ya que el frío entumece todos sus músculos faltos de actividad física diaria.
Justo cuando tiene la intención
de meter la moneda por la ranura de la máquina expendedora de café para
disminuir la intensidad del frío, vio a dos policías que corrían, lo único que
hizo fue cerrar los ojos y rezar. Pensó que se lo llevarían preso, la vergüenza
atroz de ser esposado.
—Señor su café se le va a enfriar.
Abrió los ojos, sonrió con esa
típica sonrisa que tienen los perdedores, fue cuando se dio cuenta que ya no
estaban los policías, que no estaba la banca donde había pasado toda la noche,
solo unas doce frías sillas bien alineadas. Y con voz ronca le preguntó al
doctor que salía acompañado de unas enfermeras:
—Doctorcito, ¿mi hijo nació
sano?
—¿De qué niño me habla?
—De mi hijo que está por nacer
doctorcito.
—Creo que… no nos entiende.
Aquí no hay ningún hijo suyo, ninguna mujer que se parezca a su mujer, estamos
muy molestos con usted porque siempre hace lo mismo, viene por algunos días, se
queda dormido toda la madrugada, incomoda al personal. Todo el mal está dentro
de su cabeza.
—Qué me dice doctorcito…
—A ver cierre los ojos por
favor, a ver obedezca, no muy rápido, lentamente.
—No los abra hasta que se lo
indique, está bien.
—Bien doctorcito.
—Sienta como si tuviera vendado
los ojos.
—No me diga eso doctorcito.
—¿Entonces, en qué quedamos?
—No lo entiendo doctorcito.
—Mejor relájese, estese quieto,
que la enfermera le va a poner una inyección para calmar su peligrosa ansiedad.
—Qué buena gente es usted
doctorcito, ¿y cómo se llama la enfermera?
—Dolores.